Berbarela y Zampastrón

Cuenta la leyenda la historia de un lejano reino y de dos de sus habitantes: Berbarela y Zampastrón.

Zampastrón, el muy glorioso, amado, intrépido ... bueno, era el Principe y eso se contaba de él, aunque nunca se supo si fue poseedor de tantas cualidades porque un buen día desapareció sin dejar rastro. Él,  que había estudiado “Realeza y Confección” (le encantaba mandar y coser, quería ser diseñador) y era de los más apuestos del mundo medieval.

Todo el mundo creía que habría perecido entre las fauces de un horripilante dragón o que  habría sucumbido a los hechizos de un perverso brujo. La Casa Real había emitido un comunicado lamentando tan desgraciado hecho sin dar más detalles que su desaparición. El caso es que Zampastrón se convirtió en una leyenda para sus súbditos.

Berbarela sin embargo era plebeya entre las plebeyas, aunque inteligente y bella (tanto que, como veréis, inspiraba pareados).No es que fuera pobre y desgraciada pero, indudablemente, no era una princesa. También había estudiado "Papirografía, Codicegrafía y Aplicación sobre el Facistol", una carrera con mucho futuro entonces y que cuadraba con sus gustos: Le encantaba leer.

Hizo unas oposiciones a Palacio para bibliotecaria, pero como solía pasar en aquella época, no la sacó porque no tenía puntos. Ni por orden monacal, ni por orden de caballería, ni por linaje, ni por nada de nada. Sin embargo si que encontró un puesto de asistente de escribanía de un importante caballero, el cual hizo de ella su mano derecha ya que este no sabía escribir de preocupado que estaba en ganar torneos, lides y batallas.

En sus quehaceres andaba Berbarela, escribiendo muy ufana el último desafío a duelo de su señor cuando, por casualidad, descubrió que los Reyes le habían pedido al caballero que, discretamente, buscara a su hijo. Nadie sabía dónde estaba y su última pista se perdía en la muy lejana ciudad de Golagondrona del Este y encomendaban a este la misión de ir allí a descubrir qué había pasado. Nadie conocía bien aquella ciudad e ignoraban qué terribles peligros encerraba... salvo Berbarela. 

Ya hemos contado que a la muchacha le encantaba leer, tanto que se había leído hasta un tocho de libro, del último estante de la biblioteca del castillo, llamado “Usos, costumbres y régimen feudal de una ciudad feliz: Golagondrola y el Feudalismo utópico". Rápidamente lo rescató del polvo que acumulaba desde su última lectura, si es que la hubo, y trazó un plan para ir allí. Ella pensaba que, si bien le importaba poco el Principe, al menos esto le permitiría viajar y, si era verdad lo que decía el libro, ser hasta feliz en aquella pérdida ciudad.

Pero claro, una ayudante de escribanía no es que fuera rica precisamente. Pensó en cómo conseguiría el dinero y no se le ocurrió otra cosa que ir a pedírselo a los Reyes. Al fin y al cabo se suponía que iba a buscar a su bien amado, intrépido, etc... Hijo.

Allí que se presentó toda ilustrada y preparada a explicar sus planes. Era indudable que los Reyes estaban desesperados, pero cuando la vieron sí que perdieron toda esperanza. Nada de caballeros ni de gigantes invencibles, solo una muchacha pecosa, descarada y marisabidilla tenía la valentía y la insolencia de presentarse ante ellos con su candidatura a tamaña empresa.

Así que pensaron en si adjudicarían el concurso de “Búsqueda y Repatriación del Principe Perdido” a aquella mocosa o lo declaraban desierto. Se lo adjudicaron. Le proporcionarían un corcel, vituallas, un escuadrón de lanceros, un batallón de arqueros... ¡Ah! ¿Que no quería eso? ¿Y qué quería? El corcel si, y las vituallas, pero el resto no. Solo quería un hatillo de libros, entre ellos el que había leído. Después solo quería ser bibliotecaria si terminaba con éxito su misión, la de traer al Principe sano y salvo. Si perdía la vida, obviamente, no habría recompensa y si no lo conseguía tan solo perdería su cabeza, una nadería sin importancia.

Así fue como marchó nuestra heroína en pos del Principe perdido teniendo en cuenta, eso si, que si no lo lograba jamás volvería. Apreciaba mucho su cabeza y más si estaba encima de sus hombros. Tampoco es que le obsesionara rescatar a un Principe que imaginaba lustroso con un bollicao en la mano... Con ese nombre... Ella había logrado su propósito: Viajar hasta Golagondrola del Este.

Aquella ciudad estaba tan lejos que le dió tiempo de leer y releer todos sus libros, los del hatillo.

Aprendió que en aquel lugar el régimen político era distinto, que sus costumbres eran diferentes y sus gentes no se parecían en nada a las de su tierra. Tal es el efecto que produce el viajar y leer en las personas.

El día que llegó lo primero que le llamó la atención fue lo diferente que eran los modales de sus gentes, su manera de vestir y de hablar.

Había algo tan diferente en todo... Y sin embargo era tan parecido a su tierra, como unos puntos comunes que siempre estaban por debajo de cualquier comportamiento o costumbre, inmutables.

A ella le gustaba la ciudad, con sus techos picudos, sus calles adoquinadas, sus inmensas murallas blancas, sus comercios, sus calles bulliciosas, su enorme y majestuosa biblioteca. Pensó que encontrara o no a Zampastrón aquel no era un mal lugar para vivir.

A ello se dedicó las siguientes semanas, encontró trabajo asesorando a los lugareños en mil y un temas que, visto lo mucho que había leído, le resultaba fácil a la vez que divertido. Por su despacho pasaba cualquier galagondrolense con problemas que salía con una sonrisa y una solución. Tampoco se le daba mal dar clases tanto de lengua como de oratoria.

Entretanto ni rastro de Zampastrón, lo había buscado pero no lo había encontrado y, lo peor, nadie sabía de èl.

Y así transcurrieron los meses, pensaba ya Berbarela que no volvería a su tierra, ya que bien sabía que si no volvía con Zampastrón sufriría el castigo prometido por el Rey. Tampoco es que le importara mucho, allí era feliz.

Un buen día apareció en su consulta un joven delgado, enjuto, con unas lentes de aumento, el pelo largo y un color blanco ceniciento. La verdad es que tenia muy mal aspecto, pero Berbarela jamás rechazaba a un cliente.

Él le preguntó por su país, su gente y todo lo que había acontecido hasta su partida. Ella le contó cuanto pudo y recordaba mientras en su cabeza tomaba forma una sospecha, la sospecha de que aquel individuo conocía a Zampastrón. No podía ser él, su guapo y egregio Príncipe pero si un emisario. Berbarela se propuso entablar amistad con él y de esta manera poder acercarse al Principe.

Entre charlas y oratorias la verdad es que ya no lo veía tan ceniciento, las lentes le daban un aspecto interesante y había conseguido que se cortara el pelo. Solo se lo había pedido una vez insinuando lo bien que le quedaría y afirmando lo que le gustaban a ella los donceles de pelo corto. Una única vez y se lo había cortado... Aunque ella pensaba que era su poder de persuasión o más bien se engañaba con que era su poder de persuasión mientras sonreía como una tonta.

El amor, que viste lo feo de hermoso, tapa los más horribles defectos y ensalza cualquier virtud había hecho de las suyas. Tanto que ella había olvidado a Zampastrón.

Él, Trompas, que así se llamaba, trabajaba de alquimista loco. Si, habéis oído bien, de alquimista loco. Se dedicaba al noble arte de averiguar la física y la metafísica de las cosas imposibles.

¡Vaya pareja! Una marisabidilla con verborrea y un alquimista de sueños imposibles.

Así andaban de felices cuando, un día sin previo aviso, empezaron a sonar las campanas, los centinelas hacían tocar sus trompetas con fuerza y todo el mundo corría por las calles. Las murallas cerraron sus puertas y el muy valiente y glorioso ejército de Golagondrola del Este se aprestó a la batalla  sobre las blancas murallas (siempre sale un pareado para quien se lo merece).

Berbarela tenía miedo, su amado Trompas no había aparecido y se temía lo peor, así que, como el miedo nunca es una opción y menos una solución,  salió hacia las murallas.

Al principio no consiguió llegar, no la dejaban ni acercarse, hasta que vió a Trompas que con una túnica iba de un lado para otro atendiendo a los soldados que, tumbados, parecían heridos. Le llamó y él la miró. Vió su cara de desesperación y se lanzó a ayudarle.

Él impartía órdenes y ella inmediatamente entendió que aquello tenía muy mala pinta.

Al cabo de unas interminables horas, exhaustos, pudieron descansar. Berbarela le preguntó qué situación tenían y qué se podía esperar de aquella batalla. Él le dijo que no entendía cómo pero los soldados caían uno tras otro apenas tenían contacto con el enemigo. 

Entonces se produjo otra carga, ambos corrieron a las murallas. Los enemigos eran negros, muy negros, y subían por las murallas sin ayuda de escalas ni de torres de asedio, simplemente con sus manos.

Los rechazaron, pero aquello pintaba mu, muy mal y olía peor... Berbarela pensaba por qué olía tan mal. Ella quería ayudar así que volvió a su casa y leyó y leyó hasta que descubrió el mejor remedio para quitar aquel olor, que imaginaba malo para el ejército y más para los heridos. Armada con una fregona y un compuesto hecho con las instrucciones de uno de sus libros se dispuso a limpiar las almenas. Él apreciaba su ayuda pero se encontraba muy preocupado por cómo iba todo y apenas le hacía caso.

Cuando nuestra amiga se encontraba limpiando una de las almenas se produjo otro ataque y ella se vió atrapada. Los enemigos subían como lagartijas por la muralla, negros, chillones, amenazantes... Uno de ellos logró saltar la muralla y corrió hacia Berbarela. Ella, asustada, solo acertó a lanzarle el cubo y entonces... Aquel soldado negro amenazante empezó a perder su color y con él su fuerza.

Trompas, que había corrido a defenderla, observó al enemigo ensimismado... se había ¿¿Desteñido??. Rápidamente le apresaron y pudieron ver que no es que sus enemigos fueran negros, es que eran guarros y estaban cubiertos de una costra de mierda capaz de tumbar a una mofeta.

Aquello fue todo un descubrimiento, que introdujo una nueva estrategia en la batalla. Ahora junto a los lanceros estaban los mocheros (con sus mochos de fregona) Ya no había calderos de aceite hirviendo sino llenos de agua caliente con el compuesto que había encontrado Berbarela. Las catapultas lanzaban odres de pieles rellenos del compuesto. Los arqueros utilizaban flechas y cubos.

Y se produjo una nueva carga... Rápidamente los negros soldados treparon por las murallas, los arqueros lanzaron cubos y cubos que hacían que los enemigos resbalaran por la muralla y se pegaran el gran trompazo. Los pocos que lograban llegar eran recibidos por los mocheros que les fregoteaban mientras los lanceros inventaban la brocheta con ellos.

Poco a poco la batalla fue cambiando de rumbo hasta que, un día, el enemigo huyó despavorido.

Todo era alegría, la gente salía de sus casas, se abrazaban y gritaban. En la ciudad todos eran felices y Berbarela era tratada como una heroína, la vitoreaban y alababan como nunca habían hecho con nadie.

Fue conducida a palacio, el Gran Mandatario de Galagondrola iba a imponerle la medalla más importante. Y allí estaba ella, delante del Rey galagondrolense recibiendo todo el reconocimiento y agasajo que una persona puede recibir. Pero en medio de aquel fastuoso acto, mientras sonaban fanfarrias y trompetas, mientras la Corte le abría paso entre reverencias, mientras fuera el pueblo gritaba entusiasmado, mientras la Guardia le rendía honores, mientras el Rey la esperaba con una sonrisa y una gran medalla en la mano... Ella solo pensaba en su Trompas, su chico ceniciento con gafas de culo de vaso y pelo rebelde. No había vuelto a verle y sospechaba que su éxito lo había alejado de ella. La voz del Gran Chambelán la anunciaba y desglosaba los méritos para el honor que se le iba a conceder por el apuesto Principe Zampastrón... ¿¿Eeeeeh?? Zampastrón allí, junto al Rey... Un alto y desgarbado príncipe de limpia mirada, adornado por una peluca y vestido con una reluciente armadura.

El Rey se dirigió a ella indicándole que, ya que era paisana de su invitado el Príncipe, era él quien iba a imponerle la medalla. Nerviosa, aceptó la distinción sin apenas levantar la cabeza pues estaba turbada ante tanto agasajo. El Príncipe se dirigió a ella nombrándola por su nombre y, tras prenderle la medalla, solicitar su permiso para cenar con ella. Y aceptó, le parecía de mala educación no hacerlo y pensaba que no estaba de más encontrarlo y tenerlo contento, despejando aquel mal sueño que tenía a veces donde su cabeza rebotaba por el suelo.

Aquella noche, cuando acudió a la cena, pensó en pedirle ayuda al Príncipe para encontrar a Trompas. Ella sabía que eran los tres compatriotas y que, sin duda, él sabría dónde encontrarlo si no era hasta amigo suyo.

La cena discurrió por cauces poco habituales, el Principe estaba enfadado pues había pedido langostinos y le habían puesto pepinos, lechuga en lugar de pechuga... y así con toda la comida. Berbarela se aguantaba la risa ¿Cómo podía ser tan cretino aquel individuo con peluquín? Era guapo, si, pero muy pero que muy tonto.

A los postres, Zampastrón se dirigió a ella, se levantó y se puso de rodillas pidiendo su mano con voz engolada y seguro de sí mismo. A ella le dió la risa, no lo pudo evitar. Él, ofendido, se levantó murmurando que la velada había terminado. Ella, sintiendo que le había hecho daño, trató de explicarle que lo era su tipo, que su ideal de hombre era más bien blanquito, miope y con el pelo largo... Y que se llamaba Trompas. Esperando que Zampastrón se pusiera hecho una furia se quedó boquiabierta cuando este se echó a reír, a reír con ganas. No entendía nada Berbarela hasta que el Príncipe, aún con lágrimas en los ojos, se quitó su peluca, sacó de su faltriquera unas gafas y se las puso. Berbarela parecía boba de la cara que se le quedó ¡Era el hermano gemelo de Trompas! Y así se lo dijo.

Zampastrón se quedó callado, como petrificado y le soltó más seco que un ajo:

“No tengo hermanos, soy yo. Pensé que me reconocerías” A lo que ella contestó jamás había pensado que tras un traje de imbecil se escondiera su amado y, sin darle tiempo a contestar, se lanzó en sus brazos y le besó.

Aún hoy, y mira qué han pasado siglos, se cuenta la historia de aquellos reyes, Berbarela y Zampastrón, que llevaron a la felicidad a su pueblo gracias a su inteligencia, amor y justicia 

Y naranja anaranjado este cuento se ha acabado.

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