Arículo 19 Declaración de los Derechos Humanos
 

“Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. A mi abuela Dolores, que se atrevió a enfrentarse con la barbarie de uno y otro lado.

Sabía salado, estaban húmedos y viscosos. Eso sintió cuando pasó su lengua por sus labios.

En realidad no lo había visto venir preocupada de cubrir con su cuerpo la puerta de entrada.

Como ella, sus compañeras se protegían como podían de la lluvia de golpes. El sadismo y el ensañamiento que da el odio en las personas lo estaban sintiendo. Poco había entendido aún de aquella barbarie. Hacía pocos días que había llegado la guerra, hacia pocos días que algún vecino, alguna amiga, se habían escondido huyendo de otros amigos, otras vecinas… Ella había sabido dónde se encontraban, ella y otras mujeres que separaban con el cuerpo la barbarie del medieval derecho a sagrado. Poco había importado, entre golpes, los nuevos cautivos eran arrastrados, nada habían podido hacer aquellas mujeres.

Serían ejecutados y ella juró que no volvería a pasar, que siempre intentaría impedirlo, que la próxima vez lo conseguirían.

Una injusticia más en nombre de la defensa política de unas ideas que se convertían, de ese modo, en odio y crueldad.

A los pocos meses, otra vez cubriendo la puerta de la iglesia, otra vez defendiendo a quienes la mayoría creían Satanás acogidos en el último lugar donde debían acogerlos y, sin embargo y sin duda, los acogían.

Esta vez lo lograrían, se impondría la razón, harían ver la equivocación, invocarían a la piedad de los vencedores… El número de asaltantes hizo innecesaria la violencia gratuita, esa la reservaban para los nuevos cautivos antiguos vencedores ahora enfrentados al mismo destino cruel y despiadado.

Fue entonces cuando guardó entre sus recuerdos, a fuego, aquellos meses de barbarie. Fue así como decidió contárselo a sus hijos y después a sus nietos.

Su nieto siempre recuerda la historia, siempre la recuerda en el mismo sitio, rezando seguro de sus creencias, pidiendo por su abuela y recordándola como la mujer más valiente que hubiera conocido, como la mujer que le enseñó lo malo que es una guerra, los pocos que se atreven en el mundo a defenderse de las consecuencias de ella, de todo lo malo que encierra.


 

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