El Amargado

Él había lanzado su brazo como un arpón para impedir que su alma escapara de él. Ella ya había huido y solo podía convencerla con sus sentimientos.

Buscó entrar en ella a través de sus ojos para explicarle que, sin ella, el mundo no sería igual no ya solo su vida.

No entendía el por qué de su destierro, entendía su culpa pero no su falta de perdón.

Se apresuró a guardar sus recuerdos antes de que la hiel de su abandono lo emponzoñara todo. Creía haberlo logrado aunque fuera en parte, por eso se afanaba en no dejarla. Pero nada hacía mella en aquella estatua de sal, transformada así tras su última mirada. Dura, amarga e inexpresiva.

Él que no entendía de odios eternos, ni en amores condicionados, ni en faltas inexpiables, intentó hasta una sonrisa... y así que quedó como un niño huérfano de cariño, un buscador de la fuente de la eterna felicidad ahogado, sin remedio, en el negro de sus ojos.

Ahora dicen que su cara es como una piedra, muerta e inexpresiva, que mira sin ver, fría y vacía, como su propia alma


 

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